Sí, me gusta Madrid cuando llueve.
Y no, no estoy loca.
Me gustan los colores que tiñen la ciudad de lluvia, a pesar de los atascos, los paraguas, los pies mojados y todos los demás inconvenientes.
Nunca antes de ir a Japón me había fijado en los fantásticos colores del otoño, sobre todo bajo la lluvia. El otoño del año 2000 lo pasé en Kioto, Japón. Ahí pude disfrutar de un paisaje que no había visto jamás (o, debería corregirme, del que no me había percatado jamás): ver los mil y un colores de las hojas de arce, llamado momiji en japonés. Verdes, amarillos, naranjas, violetas y sangrientos rojos tiñen las graciosas hojas de los árboles. En un sólo árbol pude disfrutar de todos estos colores… ¡increíble!
Y hoy, que como ayer el día se ha levantado nublado, gris y lluvioso, el verde de los árboles respira con fuerza y sobresale entre tanta oscuridad.
Me fijo más detalladamente.
Si quisiera pintar un cuadro de lo que veo, lo tendría extremadamente complicado. No es sólo de color verde… tiene mil colores en uno, mil matices, mil sombras, mucha profundidad y muchísima brillantez.
Quizá el verdadero sentido de la observación del momiji no es disfrutar de la espectacular vista de los árboles y montañas nipones. Quizá el verdadero sentido del momiji es abrir los ojos y ver cuan viva está la naturaleza; ver cómo respira, cómo grita y cómo baila a nuestro alrededor.
La lluvia me vuelve poética… qué le vamos a hacer.
Lau