Ya se acerca el otoño (Luis, imagíname cantando «el otoño ya llegó, ya llegó, ya llegó… y el frío comenzó, comenzó, comenzó», jejejeje). El otoño ya está aquí.

Y lo odio.

Odio el otoño. Odio ese medio frío, medio fresquito, medio calor, medio yo que sé qué que se te pega en la piel y te acompaña durante todo el día, quieras o no.

Odio levantarme por las mañanas, sacar la naricilla por la ventana, sentarme delante del armario y preguntarme: «¿qué me pongo?» (habéis visto que no he dicho «coño»? Me estoy portando bien…). Tengo dos opciones: o me pongo ropa de verano y enseño mi preciosa piel de gallina matutina a todo Madrid; o me pongo algo de abrigo y tengo que cargarlo todo el día conmigo, colgado del bolso, colgado de la cintura, en las manos… No hay más. Y no me digáis que no os ha pasado nunca… lo odio.

Yo prefiero que haga frío-frío o calor-calor, pero estos entretiempos me matan. Porque a ver, decidme, ¿por qué existen las estaciones de entretiempo? Sinceramente, creo que Dios, Alá, los kamisamas o quien sea (el nombre es lo de menos) creó el otoño y la primavera para divertise. Es su Gran Hermano particular: nos ve temblando por las mañanas si hemos elegido ropa veraniega; nos ve cargando nuestras chaquetas y jerseis si hemos elegido ropa otoñal. Y se ríe. ¿Y quién le puede culpar de que se ría? ^_^ Pues nada, tú, al menos alguien se ríe.

Yo ya tengo ganas de que llegue el invierno (y no, no me asusta el invierno madrileño… ¡no puede ser peor que el de Kioto!), enfundarme mis guantes, envolverme en mi bufanda, calzar mis botas y vestir jerseis y demás ropas de invierno.

¡Que haga frío, ya!

¡Que haga frío, ya!

Lau